miércoles, 17 de septiembre de 2014

La desconfianza del aforamiento y de sus privilegiados.




 Si bien, en un comienzo, el aforamiento de determinadas personas, en función de su cargo, tuvo un sentido histórico positivo (entre otras cosas se buscaba garantizar la separación de poderes), el tiempo ha demostrado que la razón de existir de dicha institución de carácter procesal carece de cualquier justificación en la actualidad. Además, compromete seriamente a otros principios y derechos de mayor calado democrático como son el de igualdad ante la Ley, el  derecho al juez natural o el derecho a la doble instancia. En cualquier caso, cada país es un mundo, y en cada mundo esta innecesaria institución procesal genera unas disfunciones diferentes, pero todas complican su encaje en los ordenamientos modernos.
El aforamiento –en los términos en que se viene utilizando actualmente y respecto de la discusión que se ha abierto sobre su necesaria reforma o supresión– implica una alteración, de carácter legal, de las reglas procesales de competencia, atribuyendo a un juez distinto del natural la facultad para entender de aquellos procesos penales que se sigan en contra de determinadas personas por razón de su cargo.
En la actualidad, si podemos confiar en las cifras que da el ministro de Justicia, contamos con un total de 17.621 personas con distintas clases de aforamiento, lo que representa un auténtico problema, no solo por la cantidad sino por lo que ello significa dentro de la estructura de lo que debe ser un Estado Democrático y de Derecho.
Ante el debate abierto en torno a esta institución procesal, especialmente desde la abdicación de Juan Carlos I, Gallardón ha propuesto limitar el número a un total de 22 centrándolo en los " titulares de los poderes del Estado: el presidente del Gobierno, los presidentes del Congreso y del Senado, el presidente del Tribunal Constitucional y el presidente del Tribunal Supremo, más los 17 presidentes de las comunidades autónomas".
Partiendo de que el ministro incurre, seguramente de forma consciente, en un error semántico –los únicos titulares de los poderes del Estado son los ciudadanos–, es claro que una reforma de estas características, que no pretende más que reducir el número de aforados, no soluciona el auténtico desfase jurídico y político que el aforamiento representa.
En el moderno entendimiento del Derecho, y de lo que ha de ser la estructura de un Estado, no se termina de comprender la necesidad de aforar a nadie, entre otras cosas, porque dicha previsión legal solo ha servido para generar auténticas disfunciones legales que conllevan, primero, un privilegio y, luego, una merma de derechos.
El privilegio proviene de la alteración de las reglas de competencia y de la radicación de estos procesos en órganos jurisdiccionales que, en virtud de nuestro actual ordenamiento, son más proclives a estar políticamente orientados. Recordemos que, dependiendo de la posición que ocupe el aforado, serán competentes para entender de sus causas bien los correspondientes Tribunales Superiores de Justicia bien el Tribunal Supremo, y todos sabemos cómo se designa a los titulares de dichos órganos.
La merma de derechos procede, en los escasos supuestos de condena, de la imposibilidad de acceder a una segunda instancia revisora, si el caso es enjuiciado por el Tribunal Supremo. Es decir, el reverso de la moneda de esta figura solo lo verían aquellos que finalmente terminen condenados.

Todos aquellos que cumplen algún tipo de función pública no sólo han de ser responsables de sus actos, sino que, además, en caso de incurrir en algún tipo de responsabilidad, los hechos deberían esclarecerse ante su juez natural y, si me apuran, por sus iguales, los ciudadanos a través del Tribunal del Jurado. Esos ciudadanos a quienes los aforados dicen  representar o en cuyo nombre ostentan el poder del que, para verse imputados, han hecho mal uso.
La propuesta de Gallardón ha tenido como primera respuesta, en clave interna, la formulada por el fiscal general del Estado, que considera que Jueces y Fiscales han de mantener su aforamiento; es decir, Torres Dulce barre para casa y trata de mantener un privilegio impropio en un moderno Estado de Derecho.
Tal vez Torres Dulce no ha tenido tiempo de hacer un análisis de la situación en otros países de nuestro entorno, pero debería saber que la institución que se pretende reformar y  salvar ni tan siquiera es digna de existencia ; no son pocas las democracias sólidas en las que todos los cargos públicos se someten a la Justicia de sus iguales y apuntar en la dirección contraria no parece ni lo más modernizante ni la solución al actual problema que nos afecta.
Defender que jueces y fiscales deban mantener un privilegio como el aforamiento no es más que un síntoma de desconfianza hacia los propios jueces que, por no pertenecer a un determinado alto Tribunal, no estarían capacitados para investigar los hechos que hayan podido, o no, cometer otros jueces o fiscales. Así, no se refuerza la función jurisdiccional y sí se acrecientan las fundadas sospechas que los ciudadanos tienen hacia el poder judicial y, especialmente, hacia determinados órganos jurisdiccionales cuando de investigar y enjuiciar a aforados se trata.
No basta con reducir el número de aforados porque la desconfianza que el aforamiento genera en los ciudadanos se asienta no sólo en el número de privilegiados, sino también, y especialmente, en cómo se configuran los órganos judiciales a los que compete entender de los casos de aforados; dicho en otros términos, no es una cuestión de número sino de confianza democrática en la conformación de los Tribunales encargados del enjuiciamiento de los aforados o del acceso a las plazas en dichos Tribunales. Por tanto, la mejor reforma de la institución pasa por su supresión.
Junto con lo anterior, debemos tener presente que el principio de igualdad ante la Ley, y más concretamente en la aplicación de la Ley, también se ve afectado por esta institución procesal; en la actualidad, por razón del cargo que se desempeña o la responsabilidad que se tiene, no todos somos iguales ante la Ley ni tampoco en su aplicación y, sin duda, con este único argumento bastaría para derogar aquellas normas que regulan el aforamiento.
En España, a diferencia de lo que ocurre en países como Colombia, ser aforado sigue siendo un privilegio impropio de un moderno Estado Democrático y de Derecho y lo que no podemos hacer es continuar manteniendo el mismo sin renunciar a parte esencial de ese carácter democrático. Una auténtica y sólida democracia no necesita aforados sino una justicia ejemplar y ejemplarizante con aquellos que, amparados en la función pública, quiebran y abusan de la confianza que los ciudadanos hemos depositados en ellos.