jueves, 31 de octubre de 2013

Una reforma de verdad se planea con tiempo, se negocia con los implicados y se desarrolla según un plan



En lo tocante a las reformas económicas, probablemente todo el pescado ya esté vendido para lo que queda de legislatura. A menos que el presidente Rajoy tenga un desconocido gusto por los experimentos, y si ningún factor exterior obliga a tomar medidas imprevistas, la lógica preelectoral que gobierna a nuestros gobiernos será cada vez más implacable. En un momento en el que el país necesita diálogo y colaboración de todos para resolver los problemas pendientes, lo más probable es que en los dos próximos años el Gobierno siga a la defensiva frente a una oposición que es francamente poco constructiva. Cuando más necesitamos de la política para corregir la economía es cuando parece que menos podemos esperar de ella.
No es ahora el momento, ni mucho menos, de hacer balances. Como la labor del Gobierno no ha terminado, ello no es posible y, además, ya habrá tiempo. Ahora bien, no todo ni todos en España pueden esperar. Puede que para algunos, tanto en el poder como en la oposición, mantener el status quo signifique ganar tiempo, pero me temo para la mayoría de ciudadanos significa perderlo.
La realidad según la última EPA es que en España hay casi 6 millones de parados y más de 1,8 millones de hogares con todos sus miembros en paro. Las cifras conocidas a finales de octubre representan unos incrementos del 2% y del 4% respectivamente en relación a las del año anterior. El paro se extiende, la morosidad alcanza cotas nunca vistas y el sistema financiero, auténtico pozo sin fondo de recursos públicos e inyecciones de liquidez, sigue averiado y sin cumplir su función social fundamental de apoyar a la actividad económica y la creación de empleo.
Debería ser evidente que la crisis económica es algo mucho más serio que un bajón cíclico o una cadena de trimestres de recesión. Puede marcar la entrada de España en una fase de decadencia más o menos lenta y prolongada, que nos dejará más pobres y, probablemente, desiguales entre sí. Nuestra situación económica actual es el resultado de la superposición de problemas a tres niveles. Empezando por lo más cercano, el modelo económico-financiero español de crecimiento iniciado a principios de los años noventa está agotado y sin recambio. En cuanto a la UE, todavía no está claro cómo nos coordinaremos en cuestiones clave de política económica, como la unión bancaria y la fiscal. Estas dudas, naturalmente, penalizan más a los Estados más débiles y que han necesitado asistencia, como España. Finalmente, lo que sí está claro es que el peso económico, comercial, demográfico —y por tanto, político— de las economías desarrolladas se reducirá a favor de las economías emergentes, cuyos menores costes de producción siguen ganando contratos internacionales.

Frente a este cuadro, relajarse y hablar de recuperación por una alegría de la prima de riesgo, unas décimas de mejora en las previsiones de crecimiento o el aumento del gasto de los extranjeros en nuestro país es pura superficialidad. España necesita repensar muy seriamente su futuro económico si quiere preservar el avance en nivel de vida y progreso social que, de forma tan clara y tangible, hemos alcanzado desde 1975. Mucho de lo anterior es también aplicable para el resto de la UE, pero esto no reduce la urgencia y la profundidad de los cambios que debemos operar aquí.A todo ello hay que añadir las mutaciones que el capitalismo experimenta en todo el mundo. Por citar sólo dos: se va desdibujando el perfil del empresario tradicional, que asumía riesgos propios en un negocio que conocía y que gestionaba de forma más o menos personal, y vamos hacia un mundo en el que las empresas mismas son bienes que se compran y venden. En paralelo, se están quebrando los fundamentos del contrato social vigente, dado que, por un lado, las rentas del capital crecen de forma sostenida más que la remuneración al trabajo y, por otro, la viabilidad de los Estados de bienestar, tal como están ahora, está seriamente comprometida.
Para afrontar una situación tan delicada, el Gobierno ha optado por la paciencia, forzando a muchos ciudadanos a vivir la situación con resignación y abrazándose al mismo tiempo a la propaganda de las “reformas”. Y en este punto España sí que es algo original. Aquí las reformas se definen por exclusión: todo aquello que hace el Gobierno y que no son recortes son necesariamente reformas. Como atenuante, cabe decir que parte de Europa participa de este juego. Pide reformas en el sur y luego, cuando llegan, sea lo que sea lo que llegue (salvo en casos muy exagerados, como la propuesta española inicial de creación de la CNMC), las aplauden a medio gas, se felicitan por la dirección pero demandan más intensidad. Naturalmente, estos juegos de cubrimiento mutuo terminan por minar la credibilidad de las instituciones.
¿Cómo son las verdaderas reformas? Los estudios internacionales, por ejemplo los de la OCDE, muestran que las reformas más eficaces son aquellas que se preparan con tiempo (el periodo de preparación activa parece rondar los dos años en promedio), en las que se dialoga con las partes implicadas, cuentan con un mandato electoral claro y se desarrollan de forma gradual y conforme a un plan. Por contra, las reformas rápidas e impuestas suelen ser de diseño defectuoso, vuelo bajo y corto recorrido. En definitiva se trata de relajar al máximo la tensión que genera toda reforma verdaderamente estructural: sus perjuicios suelen estar concentrados pero sus beneficios, dispersos. En España quedan unas cuantas pendientes: la educación, las políticas activas de empleo, la administración pública, el sistema impositivo, el Estado de bienestar o la agencia de investigación, por citar algunos ejemplos. No es este el lugar para hablar de todas ellas en detalle, pero en todos estos expedientes contamos con experiencias internacionales que se pueden estudiar a fondo para tomar o dejar los elementos que más nos convengan. Un trabajo de este tipo sería el primer paso para hacer reformas en condiciones.

¿Es fácil reformar? Naturalmente que no. La historia reciente de Italia es aleccionadora y muestra con claridad lo complejo de la cuestión. Muchos en España envidiaron durante un tiempo a los italianos por contar con una figura como la de Mario Monti que parecía acercarse al reformador ideal. Se trata de un político experto, serio, honesto y bien relacionado con Bruselas. Sea como fuere, Mario Monti gobernó por virtud de gestiones de despacho y cuando llegó el momento de la verdad y presentó a los votantes su proyecto, obtuvo una rotunda (y tal vez injusta) derrota.¿Cómo se sacan adelante las reformas? En una democracia no hay otro camino que las explicaciones claras y la participación ciudadana. Además es importante que los que las proponen muestren con objetividad los costes de no reformar y que se prevean mecanismos para compensar a los perjudicados. Por supuesto, una primera condición para reformar con legitimidad es incluir el plan de la reforma con suficiente definición en el programa electoral, sin perjuicio de que se encargue a los expertos la concreción final. Estas condiciones pueden parecer elementales en otros países pero, desgraciadamente, resultan utópicas en España.
¿Es imposible reformar? Como contrapunto, y por citar sólo algunos, los casos de Suecia, Finlandia, Australia, Holanda, Alemania (éste, con luces y sombras) y, sin ir más lejos, el de España al inicio de la Transición, muestran que las reformas de calado son posibles. Además, un suceso reciente ocurrido dentro de la península italiana, pero ajeno a la política, puede que tenga algo que enseñarnos sobre el espíritu y la dinámica de las reformas: la elección del papa Francisco. El nuevo papa, que se enfrenta también a una tarea compleja, empezó por renovar los gestos y siguió con las palabras. Ahora faltan por llegar los hechos; veremos qué hace y qué le dejan hacer. Pero quizá lo más importante es hasta qué punto sus reformas movilicen y motiven a su gente y generen un clima “prorreforma” en la base, que a su vez, mueva a las estructuras a avanzar en esta dirección. Ese clima es, precisamente, otro de los factores que los estudios internacionales citan como condición para realizar con éxito las reformas estructurales.
Salvando todas las distancias, puede que algo así nos viniera bien por aquí. Y tenemos dos años por delante.

Ignorar cómo han sido las cosas conduce a despropósitos.



Según parece, estamos programados para ser hegelianos. Lo habían dicho los psicólogos y, lo que resulta más fiable, lo han confirmado los neurólogos: el hábito de hacer de la necesidad virtud forma parte de los guiones con los que abordamos nuestros tratos con la realidad. El vicio intelectual de creer que la historia avanza de su mejor lado afecta a cualquier hijo de vecino, incluidos, desgraciadamente, los analistas de los aconteceres humanos, empeñados en alimentar relatos en los que se confunden y superponen lo que sucede y lo que nos gustaría que sucediera. La historia, “el cuento de un idiota lleno de ruido y de furia sin significado”, se reescribe como si se tratara de un guión planificado bien por los humanos bien por los dioses. La recreación de nuestra Transición, la entienda cada uno como la quiera entender, es un ejemplo memorable. Para unos, fue un plan maestro del franquismo para perpetuarse; para otros, una demostración de sabiduría y generosidad por parte de una preclara clase política. Como si alguien hubiera podido decir: “Nos vamos para la guerra de los 30 años”.
La izquierda, hija de la Ilustración, ha padecido superlativamente de ese mal, tan ilustrado. Pocos casos lo muestran mejor que lo sucedido con el Estado de bienestar. Aunque hoy pueda sorprender, hubo un tiempo no muy lejano en el que ser sueco era una ordinariez. La izquierda lejos del poder lo despreciaba y, a todos los efectos, le atribuía las tareas narcóticas que clásicamente asignaba a la religión. El Estado de bienestar no cumplía otra función que la de apaciguar y escamotear los conflictos de clase y, por ese camino, preservar el capitalismo, “mantener la armonía social”, para decirlo con una expresión que popularizó James O’Connor. La otra izquierda, la que lo gestionó durante mucho tiempo, lo defendía sin convicción, como avergonzada de avecinarse inconvenientemente a los teóricos del fin de las ideologías y la coincidencia de los sistemas, autores acusados —en algún caso no sin razón— de estar en la nómina del Departamento de Estado.
Cierto día todo cambió. El Estado de bienestar pasó de señuelo apaciguador en manos de la burguesía a irrenunciable conquista proletaria. Qué pudo pasar no es un asunto fácil de dilucidar, aunque algo tuvo que ver el fracaso de algunos intentos más o menos serios de plantear alternativas reales al capitalismo que llegaron a rozar el poder, como el eurocomunismo o el Programa Común de Mitterrand. Antes que aceptar que venían mal dadas, la izquierda prefirió ceder a la tentación de reescribir las derrotas como victoria. Lo que había llegado a ser era lo que se quería. En una maniobra simétrica a la de la zorra que negaba la calidad de las uvas inalcanzables, se optó por pintar la realidad sobrevenida con los colores de la conquista social. Diversas maneras de seguir creyéndose la propia biografía.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         Pero eso, que se disculpa en las personas, donde resulta bastante  común que, para resolver el complicado negocio entre la vida y los fracasos, las gentes decoren como elecciones voluntarias lo que es simple designio, se entiende menos en organizaciones políticas, en las que, se supone, la reflexión compartida permite filtrar desatinos y delirios. La razón pública, compartida, entre otras cosas, está para eso, para evitar la tentación de mentirse. Engañarse siempre resulta un mal negocio. La zorra, convencida de que las uvas están verdes, las despreciará incluso si un día encuentra una escalera y le resultan accesibles. Instalarse en la mentira conduce a la renuncia.
El caso es que la izquierda se engañó. El Estado de bienestar, en otro tiempo descrito como trampa y embeleco, aparecía ahora como la estación final de una anticipada ruta minuciosamente planeada, el remate final de una calculada estrategia. Algo así como un plan de urbanización, que nace en una pizarra, pasa al BOE y acaba por convertirse en realidad.
Nada más alejado de la historia real. Lo que se presentaba como una suerte de diseño inteligente no era más que el imprevisible resultado de complejos conflictos de intereses, de luchas y renuncias, simple decantación de procesos sin propósito. Era, si acaso, “el resto de todos los naufragios”, para decirlo con el verso de Ángel González. Nunca hubo un relojero inteligente que ajustase las piezas según un guion preestablecido. Se parecía menos a Brasilia o Dubái que a Nueva Delhi. Tan fantasiosa resultaba la tesis de la maniobra burguesa como la del plan inspirado en un ideal.
La disposición a recrear la historia no es buena cosa. Por lo pronto, impide tasar el Estado de bienestar, reivindicarlo en lo que corresponda sin sentir la necesidad de comprar el lote completo. Se defiende todo lo que ha llegado a ser por el simple hecho de que ha llegado a ser, como si todo fuera defendible. Y no es el caso. Muchas de las intervenciones del Estado de bienestar tienen poco que ver con la justicia o la eficacia. Responden a un poder negociador que, por lo general, está vedado a los de abajo. Hay muchos caminos por los que la voz de los poderosos atruena a la hora de asignar los dineros de todos: el trato frecuente con el poder político y mediático en mil ecosistemas sociales; la coacción de quienes con sus decisiones de inversión, incluidos sus errores, condicionan la vida de muchos; la naturalidad con la que sus problemas encuentran acogida en unos medios de comunicación que no ignoran que, tarde o temprano, sus incomodidades son nuestras complicaciones, entre otros.

Lo peor de todo es que, una vez más, corremos el peligro de tirar la soga tras el caldero. Y es que la recreación Estado de bienestar como una obra de ingeniería, una vez se hacen evidentes sus indiscutibles problemas, lleva a muchos a descalificar toda intervención social guiada por objetivos y, ya en la pendiente, a condenar la mejor idea de política, como acción racional orientada a modificar el mundo. Cualquier intento de política social o de planificación colectiva se describe como un despropósito. Solo queda la mano invisible, dirán los liberales de tertulia. Como si faltaran las pruebas de la buena gestión de empeños colectivos. No veo cómo el orden espontáneo se podría hacer cargo de la lucha contra las epidemias, el diseño de las ciudades modernas, la gran ciencia, la exploración espacial, la coordinación de los millones de vuelos diarios, el combate contra el terrorismo y hasta el funcionamiento interno de las empresas. Ni el mercado existe fuera del diseño institucional y la ingeniería política.La desigual capacidad de influencia es solo el principio del problema, el detonante. Sabido por todos que así son las cosas, que el poder desnudo importa más que la justicia de las reclamaciones, cada cual tironea de su lado en una guerra de posiciones que, tarde o temprano, conduce al colapso. Quizá nadie lo expresó mejor que De Gaulle cuando dijo aquello de que: “Todo francés desea gozar de uno o dos privilegios. Es su modo de afirmar su pasión por la igualdad”. Los votantes, testigos del despropósito, perdidos los pudores y educados como adolescentes a los que se puede prometer cualquier cosa, tan solo estarán pendientes de lo suyo, sin que importe el buen sentido de sus demandas ni la coherencia o la sostenibilidad del producto final. Sobre todo cuando siempre habrá algún político dispuesto a prometer cualquier Potosí antes de que lo prometa otro. La competencia política expulsa a quienes recuerdan las verdades ingratas y allana el camino a quienes escamotean las dificultades. Al final, el único modo de sobrevivir es aplazar los retos importantes, la huida hacia adelante y el que venga que arree. La crisis de todos los días es una versión condensada de ese proceso. La tesis de que “no habrá problemas con las pensiones”, una dilatada.
Los problemas del Estado de bienestar poco tienen que ver con la razón política porque, para empezar, el Estado de bienestar no es un resultado de la razón política. La ignorancia sobre cómo han sido realmente las cosas conduce a defensas empecinadas de despropósitos e incoherencias y, a medio plano, cuando se confirma que no hay orden ni concierto en los remiendos y se confirma la ruina del edificio, al desprestigio de cualquier propuesta igualitaria. Enfilada la vereda, sin argumentos, ni se concibe la posibilidad de salirse de la senda y explorar otros caminos. Que los hay.